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En muchas PyMEs hoy conviven dos mundos: el del fundador que construyó la empresa con oficio, intuición y horas de más, y el de sus hijos o nuevos mandos medios que crecieron con otras herramientas, otros lenguajes, otra velocidad. A simple vista, parecen opuestos. Pero en realidad, son complementarios. Lo difícil no es que trabajen juntos, sino que se escuchen. Que logren traducir sus lógicas, sus ritmos y sus prioridades sin descalificarse mutuamente.

La transformación generacional no es solo una cuestión de edad. Es una cuestión de visión. De entender que la experiencia no está reñida con la tecnología, y que la tecnología no viene a borrar el pasado, sino a potenciarlo. Las PyMEs no necesitan elegir entre Excel y ChatGPT, entre el “siempre lo hicimos así” y el “probemos algo nuevo”. Necesitan construir un puente. Y para eso, primero hay que reconocer que la innovación no siempre empieza por lo digital. A veces empieza por una conversación pendiente.

Ese puente se llama profesionalización. Y empieza cuando dejamos de depender de las personas para comenzar a depender de los procesos. Cuando el conocimiento que vive en la cabeza del dueño se transforma en un sistema que puede ser transmitido, mejorado y escalado. Cuando el plan estratégico no es una formalidad, sino una hoja de ruta compartida. Profesionalizar no es burocratizar: es poner orden sin apagar la pasión. Es institucionalizar sin perder el alma emprendedora que dio origen a la empresa.

En este proceso, la tecnología puede ser una gran aliada. No para parecer más modernos, sino para ser más eficientes. Herramientas simples de IA pueden automatizar tareas repetitivas, generar reportes, ordenar la información. Sistemas de gestión pueden ayudar a visualizar mejor los cuellos de botella y tomar decisiones basadas en datos. Plataformas de comunicación interna pueden mejorar la colaboración entre áreas. Pero ninguna tecnología sirve si antes no hay estructura, roles claros, indicadores bien pensados y una cultura que la sostenga.

Con ejemplos concretos:

  • Una empresa de logística que invierte en un sistema de gestión de flota, pero sigue tomando decisiones de reparto por WhatsApp a las 11 de la noche. El software no resuelve lo que la desorganización complica.
  • Una fábrica que compra sensores para medir productividad, pero que no tiene reuniones de equipo donde se analicen los resultados. Los datos existen, pero nadie los convierte en decisiones.
  • Un comercio que paga una app carísima para gestionar turnos, pero no tiene un protocolo claro de atención al cliente. La tecnología coordina, pero no reemplaza el criterio humano.

Ahí es cuando aparece esa verdad incómoda: una empresa desordenada que incorpora tecnología sin revisar su cultura y procesos no se vuelve moderna. Se vuelve más cara. O como decimos con una sonrisa: es la misma empresa, pero con Wi-Fi. Con más herramientas, pero con las mismas trabas. Con más inversión, pero con los mismos errores.

La verdadera transformación no es digital, es cultural.

Empieza cuando los que vienen a renovar no sienten que tienen que romper todo, y los que están hace años se animan a soltar. Cuando se entiende que la confianza no se pierde con el cambio, sino que se fortalece si se construye en conjunto. Cuando los valores fundacionales no se desechan, sino que se reescriben con lenguaje actual. Cuando la tecnología no es un disfraz, sino una herramienta. Y cuando las generaciones se dan la mano en lugar de señalarse con el dedo.

Ahí sí, la PyME no solo se actualiza: crece, se ordena y se prepara para durar. Porque una empresa que aprende a integrar lo mejor de cada generación, se convierte en una organización capaz de evolucionar sin perder su esencia. Y eso, en el mundo actual, es una de las formas más sólidas de innovar.

*Paula Chmielnicki, ingeniera industrial y consultora especializada en la profesionalización de pymes.