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Nosferatu, del director de La Bruja y El Faro, vuelve a hacer que los vampiros den miedo, al tiempo que genera una película con una composición y una fotografía imperdibles 

Quien conozca las películas de Robert Eggers (La Bruja, El Faro, The Northsman), sabe que son cine de autor, algunas te queman más la gorra, otras muestran un intenso trabajo documental detrás de la ficción, pero todas tienen un algo más, un sello propio que hace que sean interesantes. Lo mismo ocurre con la recién estrenada Nosferatu, donde Eggers hace a la vez una remake del clásico libro de Bram Stoker, Dracula, y de la película clásica alemana  de cine mudo de 1922 Nosferatu,  eine Symphonie des Grauens (una sinfonía del horror), así como la versión de Nosferatu de Werner Herzog de 1979. Eggers abreva en todo el cine para crear una obra que merece ser vista en la pantalla grande.

La trama de esta película ya la conocen, porque es Drácula. Si leyeron el libro o si simplemente vieron la versión de Francis Ford Coppola, ya saben lo que van a ver. La felicidad de un matrimonio (los nombres varían en esta versión alemana, así como el lugar donde ocurren los hechos, ya no es Inglaterra, sino Alemania, aunque Transilvania sigue ahí para el gusto de todos y el disgusto de los que tienen sangre en las venas) se ve interrumpida cuando el marido debe viajar a un país remoto en los Cárpatos para firmar un acuerdo inmobiliario con un tal Conde Orloff, que no es otro que un vampiro milenario que está enamorado de su esposa.

Lo que sigue es una sucesión de espantos, escenas conocidas pero no por eso menos disfrutables para transitarlas y un intento de que los vampiros dejen de ser adolescentes sufrientes y vuelvan a ser seres que den miedo. En eso pone todo su empeño Bill Skarsgård, que ya hizo del payaso maldito de It, de Stephen King en la nueva versión de Andy Muschietti. 

NOSFERATU

Una fotografía digna de ver

Eggers pone su acento en mostrar que puede componer escenas perfectas. Donde el personaje se ve recortado sobre un fondo ominoso de un bosque, un pueblo rodeado de gitanos o una mansión abandonada. Todo en la fotografía de esta película es apabullante (y, por eso, recomiendo verla en cine). Si la historia es conocida, el secreto está en como se va contando. En cómo se combinan los colores de los vestuarios, la composición de los fondos, el juego con las sombras (que tienen una importancia superior en esta historia). 

Incluso, Eggers se permite muchos guiños al cine clásico con sombras de manos que se mueven por la ciudad, o que se extienden como una serpiente para mover el pestillo de una puerta. Realmente, cada toma es un salvapantallas o un cuadro de Goya (ya volveré sobre esa referencia) y merece ser vista en más de una ocasión. La música está jugada en el mismo efecto dramático, que en algunos momentos puede resultar un poco pomposo pero que cumple su objetivo.


Y es que en esto Eggers se jugó a todo o nada. Cuando pones a un vampiro hablando con la tonada de un conde transilvano que tantas veces fue parodiada te arriesgas al ridículo total. Si la película funciona y mueve al espanto antes que a la risa es por una suerte de efecto brutalista que genera el todo (la fotografía, la música, los golpes de efecto y las actuaciones)

Una clase de teatro

Las actuaciones son otro punto fuerte de la historia. Si la historia ya es conocida, ahí las variaciones se vuelven interesantes. La Mina de este relato (que se llama Ellen, como en la reversión de Nosferatu que –recordemos- tuvo una demanda de plagio de la viuda de Stoker) es una mezcla del personaje literario y el cinematográfico. Cruza de mujer maldita, de vidente y de caso de histeria clínica de la psicología tradicional (todas estas variables, por supuesto, son jugadas en la historia desde el discurso médico y desde el esotérico), la composición que hace la actriz Lily-Rose Depp es magistral.

Por momentos, todo se juega en el cuerpo, como en las buenas obras de teatro. Pasa el sufrimiento absoluto a retorcerse como la niña poseída de El exorcista. Vale la pena ver como se desenvuelve este personaje, que eclipsa a todos los otros, aunque es apuntalado por un sólido Willem Dafoe (un actor fetiche de Eggers). El actor hace de la versión de este mundo del doctor Van Helsing. 

Como en la versión de Coppola hay un juego en esta película entre el erotismo y el horror, entre Eros y Tanatos. Este recuerda a los cuadros de Goya o del barroco español donde se mezclan cadáveres con mujeres desnudas. Si bien, insisto, la historia que nos cuentan es una que ya conocíamos, hay algo que hace que cada película de Eggers sea única.